El silencio de los herejes


Bautista Lista conoció a Lucho en un camping, cuando fue a pedir carbón para el asado a la carpa vecina. Moria, echada en una reposera no atinó a moverse y Lucho que hacía lo suyo, tirado en una lona, dijole:
- Debajo del asador tenés una bolsa. Si querés, llevala.
Bautista agradecido tomó la bolsa y se fue a la parrilla que le correspondía y dispúsose a preparar el fuego. Acomodó el carbón arriba de muchos papeluchos de diarios y acercó un fósforo encendido. Comenzaron las llamas a consumir el diario, penetrando y envolviendo el montículo de carbón. Absorto Bautista miraba como el carbón comenzaba a convertirse en brasa y reparó que él no se encendía hacía muchísimo tiempo.
- ¿No me tiras estas costillitas? – díjole una voz angelical a Bautista. Diose vuelta y vio a Lucho parado con un costillar en mano y con un pucho en la otra. Sin decir una palabra, Bautista tomó las costillas y púsolas junto con la carne que tenía para salar en una tabla.
- Hijo mío, se que al sentir el calor del fuego anhelas el calor de una mujer – sabiamente agregó Lucho y Bautista enmudeció, palideció y enrojeció, en ese orden. Finalmente habló:
- ¿Querés cerveza? – preguntole. Y sin esperar respuesta sacó una lata de una conservadora de plástico. Se acercó a Lucho y mientras caminaba abrió la lata y el contenido color oro espumante eyectó hacia la cara de Lucho, bañándole hasta los dorados cabellos.
- Perdoname flaco.
- Lucho.
- Perdoname Lucas.
- No, Lucho, no me bautices con otro nombre.
- Bueno, Lucho – respondió Bautista, temblando.
- Déjame disfrutar de los placeres de la carne asada, hijo mío, y vete a buscar los placeres de la carne que tanto extrañas – ordenole Lucho. Bautista obedeció al instante y desapareció de su vista.
No había terminado de tirar la carne en la parrilla cuando se le acercó un hombre:
- Flaco, me falta una bolsa de carbón que dejé debajo de aquel asador. ¿Sabés algo?
- No - respondiole Lucho devolviéndole una mirada ninguneadora.
- ¿Seguro? - apurole el extraño en actitud pendenciera.
- A mi nadie me trata de ladrón – dijole Lucho en tono calmado. Hipnotizado por las palabras de Lucho, el desconocido hombre agachó su cabeza en un claro gesto de disculpas, sin poder emitir un sonido con su boca, y alejose para siempre.

Así nos enseña Lucho en ésta crónica que su nombre no puede ser pronunciado en vano y mucho menos ser rebautizado; que no le provoca ira ser bañado con cerveza, pero si hubiera sido agua la historia hubiese sido distinta; que Lucho acepta, perdona y permite los placeres de las carne, en todos sus acepciones; que Lucho no puede ser injuriado falsamente, que los herejes que osen hacerlo quedarán condenados al silencio perpetuo alejándose, errantemente, de todo lo que conocen, porque Oh, Lucho, Nuestro Señor, sólo dijo donde había carbón, pero nunca lo tomó con sus manos.



 

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